16.9.06

Biógrafos, autobiografías y autobiógrafos.

De tantos que se han ido al mas allá, ninguno ha regresado todavía… que se sepa.


Emprender la tarea de la autobiografía puede presentar al menos dos caminos más o menos, a mi juicio, justificables.

Frustrado complejo inconcluso.

Duro golpe al ego de cualquier escritor se cierne sobres si mismo al final de sus días. Uno cualquiera de estos, te levantas oliendo tu propia muerte. Solo ese día, reparas en que si ha de llegar tu momento de gloria como figura de la literatura perdida de tu generación, tus odios, resentimientos y placeres serán machucados hasta desfigurarse en el olvido, ciertamente en beneficio de las arcas de tu biógrafo autorizado vaya a saber usted por quien.

Tu desgracia ciertamente será, no poder regresar de la tumba para hacer las aclaratorias correspondientes. Y tu autoproclamado biógrafo, ante miles de asistentes proclamará a viva voz de la intima relación que los unió por décadas a pesar de ser reconocidos públicamente como acérrimos enemigos en forma y fondo.

Tal vez esto explique los múltiples casos de cajas mortuorias arañadas desde adentro. De si tenemos conciencia de tales cosas en nuestro supuesto estado postmortem, no tengo la certeza. Pero de alguna manera se deben explicar el gran número de fantasmas relacionados con geniales figuras de la literatura que en buena medida atormentan a lectores alrededor del mundo.

Del que nunca he sabido nada es del fantasma de Borges. Tal vez aun se muere de la risa al ver que nadie atina el significado o intencionalidad de lo que quiso decir, ni ahora que regresó al otro mundo, ni cuando se exilió entre los tantos mortales que aun lo intentamos leer una y otra vez entre líneas, buscando la clave de su genio. El que no debe estar muy a gusto del otro lado puede ser tal vez Shakespeare. A lo mejor por la escasa oferta de opiáceos en los terrenos inmortales, o tal vez por que intenta gozar de la celebridad de la que goza entre los vivos. Casi lo puedo imaginar recibiendo continuas burlas en las esquinas del reino que precede a la vida por parte de tipos como H.P. Lovecraft, reclamándole su tonta prosa exageradamente cargada de cursilerías mientras saborea un helado si es que los hay en el mas allá.

Por causas como estas, puedo inferir yo que uno quiera escribirse una autobiografía como parte del auto culto al ego. No todos tenemos oportunidad de contradecir pobres interpretaciones por parte de terceros inmortalizados en una película de Woody Allen como McLuhan.

“Nunca quise vivir el formato de escritor maldito y desdeñado...” rezaría mi tumba, si es que algún credulo intentara la misión de enterrarme y dejar constancia de la ubicación de mis despojos mortales a riesgo de que ocurran serios disturbios en le cementerio (lo cual molestaría en sobremanera a mis vecinos pienso yo).

La frustración de una vida mal aprovechada.

Emprender autobiografías puede ser también manera digna de reparar actos horrorosamente honorables cometidos en décadas pasadas y que a todas luces no deberían contarse entre las actividades de un genio a las puertas de la inmortalidad atormentado a lo largo de su carrera por múltiples dolencias y desordenes de personalidad. Oportunidad de remediar actitudes progobierneras o militancias guerrilleras no propias de quien mas tarde se contaría entre los exiliados al resguardo de alguna embajada, poco orgullosos del producto de sus propias letras.

Aumentar, metaforizar, exagerar, minimizar, describir, confiar, mentir, ficcionar es al fin, la tarea de quienes pretenden hacerse espacio en el atestado panteón de antihéroes de una generación. ¿Por qué entonces no mentiré yo en mi autobiografía? Podría hacer descargos de mi mediocridad, de mis rechazos editoriales, de mi genio nada propio de una mente de mi generación, de mi prosa adelantada a mi tiempo y aun visionaria que nunca entenderán los tontos que se tropezaron con mi obra.

No me malinterpreten por favor –como si pudiera evitarlo- pero no le vayan a creer a mi biógrafo, mucho menos a mi autobiografía.


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