6.6.07

La dama del salón.

Otra cronica sin final, entorpecida por el alcohol

Esta extraña figura había tomado la mesa de uno de los extremos del café desde el que se podía apreciar el resto del establecimiento con claridad a pesar de estar sumido en la penumbra. Era un rincón discreto, bajo las escaleras que conducían hacia el piso superior, reservado para la mafia coreana.

Delgada hasta los huesos, sus carnes se aferraban al cuerpo templados como obra de un curtidor experimentado, de los que hacen de tripas corazón. La imagen antes de ser desagradable proporcionaba un velo de misterio digno de ser escrutado. Su cabellera rubia resplandecía entre la pobre iluminación del rincón donde ocupaba su pequeña mesa. Por instantes, el brillo de los grisáceos ojos atravesaban los elegantes círculos de humo que salían de los carnosos labios aferrados a su cara trepando por el haz de luz del cansado bombillo. Fumaba cigarrillos de tabaco negro, delgados, que sujetaba entre el índice y el pulgar. A un lado del cenicero de piedra que coronaba la discreta mesa, había una copa de vino tinto, imperturbable como una laguna que no había visto interrumpida la tranquilidad de sus aguas en mil años. La escena se supeditaba a un tipo de parsimonia acorde con el ritmo del café a esa hora.

A medio ocupar, las mesas restantes contaban entre sus habitantes despistados trasnochadores entregados a la lentitud del minutero que pereceaba entre vuelta y vuelta a los numeritos romanos del relojito barato del café. En una, había un suicida o un tipo con cara de que se iba a matar nada mas al salir, que redactaba cartas de promesas desesperadas en compañía de un vaso de whiskey seco que jamás sería pagado. A su lado, dos catalanes bramaban insultos contra Franco mientras agotaban la reserva de jerez barato del local. Cerca de la puerta, dos estudiantes de filosofía discutían argumentos existenciales irreconciliables sin aparente concordancia, trasnochados por el ácido lisérgico con el que endulzaban tazas de café mas negro que la noche mas negra. En una esquina, al lado de un espejo un borrachito contaba por enésima vez las monedas pasadas de circulación mientras insultaba las efiges grabadas en ellas al tiempo que las blandía amenazante contra el mozo que pasaba cada tanto por su lado.

Del piso superior, bajaban tres chinos gritando en cantonés, canciones maoístas cagados de la risa. El atorrante escándalo de sus coloridas vestimentas alteró el parsimonioso ritmo del salón, sus manoteos cortaban el camino del humo al cielo, marchitaron los dorados barandales de la barra y arrugaron el terciopelo escarlata de las cortinas. El brillo de los dientes de oro se esfumó al abrir la puerta con manijas de madera con leones rugientes tallados en tiempos mas cuidadosos y el estruendo de la lluvia se tragó aquél escándalo para restaurar el orden de la sala.

Cada tanto yo ojeaba sin atención los periódicos desparramados en la barra mirando mi trago y suplicándole que alargara su duración y intensificara su efecto. Sobre una de las neveras había un televisor mudo, de pantalla curva y opaca que pasaba los goles de la jornada anterior. Apenas pude reparar en la triste situación, obras maestras que silenciadas, sin la compañía del rugido que bajaba de las tribunas, nunca tanta furia había sido contenida por el cristal de una pantalla.

Los relampagueantes ojos de la dama del rincón, salieron de la penumbra por un instante interrumpiendo la danza del humo hacia la luz para dejarse ver por primera vez en horas. Parecía que algo o alguien la inquietaba y deseaba prestar mas atención al insípido detalle. Su rostro afilado se alcanzó a ver entre las líneas de los puntiagudos pómulos y una nariz que bien podría necesitar sostener entre las manos para que no atrajera por fuerza de la gravedad el resto de la cara. El tiempo, detenido como estaba, tuvo la elegancia de contener el aliento, expectante a los movimientos que configuraron la escena debajo de la escalera del rincón. Un índice delgado y arqueado hizo una leve seña al mozo de la barra, seña que todos vimos, pues aquellos movimientos silenciosos parecían haber cambiado el sentido de la circulación del aire, haciéndonos posar a todos por un instante la mirada en aquel rincón.

El mozo se apremió hacia el rincón e intercambió un par de palabras con la delgada dama. El aire circuló de nuevo en el sentido de las manecillas del reloj y el tiempo respiró aliviado después de su momentánea detención y todos en la sala regresamos a nuestra rutina forzosa, silenciosos como podíamos estar, sumidos en el tintineo atorrante del hielo contra las copas que nos arrullaba sin dejarnos cerrar los ojos.

Inocente a la conspiración, le daba una mirada mas a mi vaso de ron suplicándole que se multiplicara, conjurando miles de preguntas acerca de la dama del rincón, preguntas confusas, sin sentido, superpuestas unas sobre otras que de haberme acercado a aquél misterioso recoveco me habrían dejado como un disléxico con ínfulas de conquistador, inconsciente de su lamentable condición.


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