19.3.09

De porteños, escándalos y calles adoquinadas.

Hay una condición macabramente circense en la actitud porteña que percibo desde días antes de aterrizar acá. Yo, que soy un tipo al que poco se recomienda tomar en serio, logré superponer la secuencia final de la versión Disney de Pinocho a mis paseos por Corrientes o Santa Fé a las dos de la mañana.

Ese tono a veces exagerado de las risas y las maneras nocturnas de una sociedad ofrece al extranjero una diametralmente distinta costumbre cultural a la del resto del continente que no se anuncia en folletos.

Aquí uno pronto aprende a caminar con ciertos miramientos por las adoquinadas aceras. Charquitos furtivos y misteriosos pueden saltar de debajo de las baldosas flojas. Empaparse no es el problema, el asunto es no saber con qué.

Son esos pequeños misterios de la bomba de tiempo que es Buenos Aires. Que pasa de la elegancia parsimoniosa del andar, al duelo a trompadas puramente callejero en fracciones de segundo.

Es una gran capital que tiene su propio estilo para ahogarte como todas sus congéneres; partiendo del imaginario costumbrista que creemos milenario sin serlo pero que en la práctica social, es casi tan estricto e implacable como un emperador japonés.

Buenos Aires. Mayo 2007.

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